Esperanza, motivo de llegada de algo diferente en el que no habrá
indicio alguno de mayores desilusiones, de temores o pérdidas; se encontrará en
ésta la consecuencia de un seguir distinto, la transformación misma en el
hombre que se hace de ella. Esperanza viene del verbo latino Sparare que
significa esperar, podemos entonces entender que la esperanza está situada en
el complejo tiempo del futuro; pero antes de adentrarse en la relación de la
esperanza y el futuro es importante situar dicho concepto en una idea íntegra
de los tiempos. Aun parezca innecesario referirlo, apunto a decir esto teniendo
como idea primigenia que la esperanza es parte de la condición humana, es
aquella parte integral del hombre al progreso, al cambio, a la creación (no sólo visto como mera idea marxista), sino
en la esencia misma de la individualidad.
El arraigo de nosotros mismos entonces se hallaría condensado en la
Fe, en primera instancia como cualidad del pensamiento religioso en donde la
mayor parte de ideologías religiosas sustentan su credo en la posibilidad de
algo benefactor y “milagroso” en nuestras vidas, la fe expuesta afuera
inicialmente, en al acto divino; tal sería el caso si lo reducimos sólo al
pensamiento judeo-cristiano. Ahora bien, si lo extendemos a las filosofías de
oriente podemos dar cuenta que la esperanza “real” yace en la liberación de los
hombres hacia las cosas, aquellas que pueden brindarle placer, dolor y
conocimiento. El conocimiento interno no es mera idea del orientalismo antiguo,
estriba en los diversos posicionamientos ideológicos de las culturas globales,
en la trascendencia de sus pueblos en una mejoría permanente, mejor dicho,
equilibrio permanente. Porque si algo
caracteriza a la esperanza es que es inagotable, aquí es donde se hace presente
una paradoja irremediable, es decir, hablar de esperanza es hablar de algo que
no hay, en tanto, empuja la búsqueda de ésta; la esperanza en consecuencia existe siempre y cuando anteceda en la misma
el dolor que, será –posiblemente- la reivindicación del individuo o del pueblo
si así lo quiere.
Nietzsche decía que la esperanza podría ser la prolongación del pesar
en el hombre, hay en esta aseveración razones para inclinarnos a pensar que así
es, sin embargo podemos hablar que ese pesar es el conjunto –y empuje- a la
esperanza de lo que no se tiene: la esperanza ante el lamento, ante la
ausencia, ante la zozobra, ante la indecisión, ante el desastre y demás
malestares de la existencia. Y al hablar de existencia pondríamos a diversos
pensadores -particularmente los Existencialistas- que conllevarían a la
esperanza como artilugio, mecanismo de defensa del hombre, ilusión, aunque de
igual forma que con Nietzsche, se debe tener precaución al deliberar nuestras
interpretaciones y posturas ante esto. Insisto, el desencanto es fundamental
para la existencia de la voluntad, no puede haber ganas de hacer si no hay nada
que levantar, si no hay nada que recuperar, si no hay nada que restablecer y
ofrecer. El Samkhya (una de las muchas
antiguas escuelas filosóficas de la India) nos dice que el dolor hace que el
hombre pueda comprometerse en la vía de la liberación; son entonces el abismo y la náusea, de las cuales nos
hablaban Nietzsche y Camus la respuesta, ese dolor, el dolor del error, que sin
él no habría posibilidad de aterrorizarse, de sensibilizarse. Permanentemente
ha sido más sencillo aterrorizarse del otro, aunque la posible respuesta se
sitúa en el terror y la náusea a nosotros mismos, inhibirnos ante nuestra
autodestrucción. La necedad entonces es el peor enemigo de la esperanza, el
retraimiento, la ausencia de la voluntad que a últimas fechas es parte de la
cotidianidad; interviene la caducidad de la experiencia, parece ser que la
experiencia ha perdido su valor más significativo, es decir aquello que nos
ofrece un conocimiento de nuestras propias circunstancias, de nuestras vidas. Y
esto en tiempos presentes cada vez es más regular, considerando que la
esperanza se ha vulgarizado. Ésta se ha colocado afuera, en los otros, la
esperanza es delegada a los demás, la fe es vendida –y comprada- al mejor
postor, la fe se ha materializado en el peor de los sentidos. Las ilusiones son
pan y necesidad de cada día. La negativa misma a ver la realidad, a vivir en un
lugar que no es el propio, basta en ello la sublimación, la artificialidad del
sentir, pretendiendo ver y sentir la artificialidad como algo real, algo que
nos hace respirar entre el contaminante que nos hace estáticos, que nos deja
sin participación alguna reduciéndonos a la contemplación de nuestra caída.
El apego –domesticado- a los seres, al odio y al error restan confianza
en cualquiera, en lo único que se llega a creer es en la desdicha y en su
antesala el riesgo –innecesario- que, se ha vuelto una necesidad sinsentido o,
de tenerlo, podría llamarse el sentido de no tener expectativas, de no tener
más que desesperación hasta naufragar en la nada. Y sin nada no hay futuro, ni
el presente mismo resulta ser claro, convirtiéndonos en seres deseosos de no
desear más que desaparecer. El anhelo entonces se cobija en el pasado,
ensimismando nuestro espíritu hasta secarlo.
Schopenhauer habla de la voluntad no como representaciones (fenómenos
naturales), sino como la posibilidad única en el hombre de cambio, de redención
y reinvención. Iniciar en base a esas representaciones que el hombre estima o
desestima. Está en el hombre trascender e irrumpir en lo que parece ser, la
irracionalidad de la voluntad, del ser y el mundo.
La esperanza es permanente no por ser un pensamiento, sino por su
propiedad de ser un sentir, de mayor valor si ésta brota del desasosiego, del
núcleo del vacío, del espíritu poseído por enajenaciones y reiteraciones. La
esperanza en tanto es la antítesis del estancamiento. La esperanza es el único
no auto-engaño, dado que siempre será distinta en cada lucha, en la guerra que
impide ser ausente de espíritu. Y para evitar la ausencia es menester la
confrontación –el atestiguamiento y responsabilidad del existir-, el
recordatorio del fluir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario