martes, 9 de junio de 2015

UNA PLANTA CARNIVORA LLAMADA PLACER


Hay en esta época ciudades capaces de ofrecer más placer de lo que sus propios habitantes podrían degustar o siquiera soportar. La mayor parte de aquellos goces, esconden bajo de si el suficiente veneno como para matar ángeles. Hemos creado fórmulas para el deleite más allá de lo que la naturaleza pudo generar por sí misma. Somos entonces, alquimistas de nuevos goces en constante búsqueda de satisfacción y olvido. Y sin embargo, no hay ataraxia colectiva al final del viaje ni una aponía definitiva durante el trayecto… lo real y nosotros siempre nos aguardan. La humanidad en esta parte del reflejo, termina vislumbrándose como una garganta hambrienta de todo tipo de juergas y excesos aun a sabiendas no únicamente de su autoflagelo, sino de su imposible saciado (el abismo nunca se indigesta y todo lo engulle). Por el placer, podríamos arrojarnos a las fauces de una mórbida criatura marina si supiéramos que en su vientre hay una sustancia capaz de producir una potente euforia ultramundana.

Es así, que el banquete de la voluptuosidad como economía boyante, no se niega a sí misma la ingesta vital de miles de almas perdidas. Quizás de ahí lo desalentador, el placer es egoísta pero nunca es gratis pues hoy en día succiona hasta la última moneda. El mundo desde esta óptica, es abiertamente una casa de apuestas en la cual se juega exclusivamente por el placer de jugar, mas nunca por una autentica posibilidad de triunfo (el goce evita pensar en su consecución). Una especie de limbo de los anhelos donde el duro esfuerzo de la autorrealización es muchas veces repudiado: el placer es el fin último de toda la existencia (la apuesta máxima). Dicho de otra forma, es lo inmediato corpóreo y material por encima del ser, la paciencia y la templanza. Es la devoción sin frenos al placer más enervante como forma de vida, desconociendo todo aquello que sólo el vivir holístico puede enseñarnos.

¿Son luego estas líneas una censura al gozo? No, sólo a su abuso como forma paliativa ante una realidad jeroglífica. Es acaso la inconformidad frente a un Zeitgeist basado en placeres inocuos como estandarte. Y aunque a esta idea podría señalársele la añeja intención de hacer una clasificación arbitraria entre placeres aparentes y placeres genuinos, no hay tal fin moral. Cada siglo tendrá sus virtudes y sin sabores, sus reinvenciones acerca de las creencias y a su vez el abandono de otras menos adaptables (que no en si poco valiosas). Desde este aspecto, lo que hoy sucede ha sucedido antes y volverá a suceder.

Ahora bien, las sociedades actuales han logrado liberar algunas formas de placer antes vedadas e incluso satanizadas. Esto ha dado como resultado una gama más amplia de experiencias en nuestro paso vital y espiritual. Empero, en la normalización de los goces anteriormente prohibidos también hemos ido cediendo gran parte de nuestro autocontrol y voluntad a la nueva cultura del gozo. Y no es que se trate de algo nuevo o inédito el hecho de que las masas prefieran más ciertas atracciones banales por encima de otras pretendidamente más elevadas o profundas. La cuestión a analizarse en nuestro presente -derivada de lo anterior- refiere específicamente al brote de un enajenamiento acrítico hacia una burda idea de placer como filosofía de existencia. Un goce “ideal” que se reduce al imaginario del mercado y a su imagen simbólica de lo que debiera ser la satisfacción plena y en la cual nos dejamos arrastrar.

Frente a esta explotación unidimensional de los deseos, múltiples pensadores han argumentado al respecto -hasta el cansancio-, que tal anomalía sólo trate de un estado o condición de placeres sin regocijo, fugaces y momentáneos. No obstante, si dicha teoría fuera exacta y no se presentara o sintiera una gratificación, no habría en el goce ningún tipo de acercamiento o desenfreno. Claro que hay un colmado sublimante, y posteriormente un vacío y una culpa quizás (el ciclo a continuación comienza de nuevo). En términos generales, todo placer es de corta duración y siempre habrá la necesidad periódica de refrendarlo (sin olvidar su característica subjetiva). De esta manera, el gozo nunca acaba realmente por hartarnos, únicamente nos absuelve de nuestra tierra interior… o nos destruye ¿Cuándo el placer nos aniquila? Cuando en mutuo acuerdo cedemos a su esclavitud. En este sentido, si ocurre ese placer sin satisfacción, efímero y transitorio. Es un gozo que amplifica la ausencia intima, nos exige cada vez mayor cantidad y al final nos insensibiliza. Pero en relación al goce de masas el asunto es un tanto más confuso.

Hablamos de un descenso en la calidad del placer en una era en la cual se apela en demasía al derecho del goce. Es una sucesión de elecciones hacia el gozo más cómodo y limitado y entre más cómodo y sin complicaciones mejor. Es un placer que no lleva a ningún lado y solo produce inmovilidad en el mejor de los casos, puesto que no amplia la visión de todo aquello aconteciendo en la vida. Sin ánimos de ser políticamente correcto, es un goce complaciente… y nada más. Los momentos de ocio, por supuesto son necesarios, más de lo que mucha gente afín a la religión del trabajo les gustaría aceptar. A pesar de ello, el ocio vigente como espacio depende de una oferta mercadológica para ser llenado, y dicha necesidad puede expresarse bajo un sencillo código compartido por un lenguaje ecuménico en común: primero el lujo, luego existo. Fuera de ello, no hay más a la vista. La representación del placer globalizado, aparentemente inagotable, bien pudiera ser la de una tierra sostenida por elefantes sobre el caparazón de una enorme tortuga (no es la inmensidad de lo que somos).

La aventura del placer debe ir más allá de las directrices sugeridas por las industrias del gozo narcisista en serie. Deber recorrer hasta cierto punto caminos poco explorados y nutrirse constantemente de experiencias heterogéneas de diverso origen. En resumidas cuentas, ser una creación en perenne proceso de expansión y conocimiento, un placer que nunca deja de serlo y en perpetua apertura de posibilidades. Sea este un proceso en donde nuestras cicatrices y la ansiedad por adormecerlas, se vuelquen en un ciclo virtuoso de goce productivo. No es una garantía de un dolor factible de desvanecerse, es simplemente su uso como pasaje al placer a manera de ineludible concubinato. Placer y dolor, se ayudan mutuamente para alcanzar el desahogo y por consiguiente, tienden a complementarse. Recrear con ellos sabiamente los momentos de saturación y abulia, es una labor complicada, pero al final son la herramienta de sentido perfecta para seguir vivos aunque sea sólo por curiosidad… y necesitado placer.


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