miércoles, 4 de septiembre de 2013

PÁRAMO YERMO


           Al pensar en un desierto, lo primero que me acude a la cabeza es una vasta extensión de fina arena dorada con cientos de dunas, algún camello y, quizás, un oasis perdido. Si me esfuerzo un poco más, se cambian los camellos por coyotes, los oasis por cactus y las dunas por rocas. Sea como fuere, siempre, de día hace un calor abrasador y de noche un frío mortal.

Después de todo esto, la mente se vuelve más exquisita; la idea de desierto cambia por completo. Desaparecen las arenas, las dunas, cactus, camellos y coyotes; se extiende ante mí una inmensidad helada que se extiende, cual cuchillo, desde las estepas hasta los polos. Montañas de hielo, ríos helados, océanos de cristal gélido, perpetúas nieves. La vida no es más que un espejismo, un sueño, algo frágil y tenue en continúa lucha.

Sea como fuere el desierto evocado por el imaginario, existe una constante: la vida se aferra en condiciones extremas; la vida pide vivir. En el Gobi, el Sahara, Arizona, Antártida… llámalo X, la vida es prácticamente un milagro. La Naturaleza muestra sus más ingeniosas estrategias de supervivencia y adaptación que varían: modificaciones genéticas —orejas más grandes que refrigeran el cuerpo; plantas microfilas; largos mantos de pelo—, sueños por largos períodos (hibernación, estavación, incluso, ambos), etc. En resumen, los niveles de radiación son mayores, no hay sombras, carecen los alimentos, la supervivencia de uno depende de la conservación del otro…Como dije, la vida pide permiso para vivir.

No obstante, muy a pesar de lo interesantes que puedan llegar a ser estos desiertos, no son los que a mí me interesa explorar.

Mi desierto vive plenamente en donde bulle y fluye la vida. ¿Qué sucede cuándo el desierto se desarrolla en medio de una gran urbe? ¿Qué ocurre cuando va más allá de arenas, hielos, temperaturas extremas y la nada? ¿Qué técnicas de supervivencia se desarrollan? ¿Qué significado toma la palabra desierto cuándo hay vida por todas partes? Me interesan mucho más esos pequeños grandes desiertos que se yerguen en medio de la vida como toda una declaración antagónica.

Veamos qué pasa. Pensemos en una ciudad cualquiera, grande o pequeña, no importa; una ciudad. Pensemos en un individuo, sea hombre o mujer, que vive en esa ciudad. Tratemos de imaginar su rutina (suponiendo que es lo que se considera una “persona plena”). Se levanta temprano, desayuna, se asea —o viceversa —, toma un transporte, se dirige a su trabajo. En ese trayecto, es muy probable que no hable con nadie más, salvo un breve “buenos días”, “permiso” o alguna otra cosa menos agradable. Quitando ese breve intercambio, seguramente se mueva con la mente ida en sus pensamientos. Una vez en el trabajo, como autómata, saludará a sus compañeros de fatigas, quizás comparta una breve conversación y, después, será robot cumpliendo con sus obligaciones. Terminada la jornada, ¿visitará a los amigos? ¿Se quedará con los compañeros? ¿Irá a casa de algún familiar? ¿Regresará a casa? ¿Tendrá alguien esperando a casa? Demos por hecho que sí, que alguien lo espera en algún lugar. De nuevo, ese trayecto. Alguna conversación esporádica de nuevo. Navegará por la red, recibirá algún mensaje como restos de esa vida que alguna vez tuvo y que con el tiempo se está diluyendo en unos y ceros.

Una vez en casa, saludos, “hola, ¿qué tal el día?”; “bien, gracias, ya sabes”; “la cena está en un rato”. De nuevo, esa persona se queda sola, en su mente. Se puede abstraer con la televisión, con Internet, quizás un ¿libro?... Nuevamente busca abstraerse, aunque está rodeado de vida, ese ser lucha por vivir. El medio se vuelve hostil, nada le complace, la solitud lo envuelve. La vida no es más un espejismo de lo que debería ser, envuelto de sueños —espejismos— que hacen la vida más llevadera. Los oasis se tornan alcohólicos, televisivos, se expanden por ondas…

La supervivencia depende de la capacidad de la mente para abstraerse y evocar lugares más prolijos. Cada ser vivo, no es más que un páramo yermo de ilusiones, de sueños rotos, de frustraciones, de curiosidades perdidas, la compañía no es más que un camuflaje, un refugio, porque en el fondo, estamos solos. El desierto se extiende en nosotros. Hagamos lo que hagamos, a fin de cuentas, estamos solos.

Nos vamos perdiendo en arenas de silencio, de perturbaciones, de injusticias, se seca la vida en nosotros. La selva de nuestra infancia se va marchitando poco a poco. Se secan los arroyos de la risa, se vuelven mares de soledad. Dejamos de compartir nuestros sentimientos por miedo a la risa insensata, aumentando así nuestro aislamiento, nuestra soledad. No somos más que vastas extensiones de nada, frías o cálidas, cada vez más perdidas en su propio silencio mortal.


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