Hay en esta época ciudades
capaces de ofrecer más placer de lo que sus propios habitantes podrían degustar
o siquiera soportar. La mayor parte de aquellos goces, esconden bajo de si el
suficiente veneno como para matar ángeles. Hemos creado fórmulas para el
deleite más allá de lo que la naturaleza pudo generar por sí misma. Somos
entonces, alquimistas de nuevos goces en constante búsqueda de satisfacción y
olvido. Y sin embargo, no hay ataraxia
colectiva al final del viaje ni una aponía
definitiva durante el trayecto… lo real y nosotros siempre nos aguardan. La
humanidad en esta parte del reflejo, termina vislumbrándose como una garganta
hambrienta de todo tipo de juergas y excesos aun a sabiendas no únicamente de
su autoflagelo, sino de su imposible saciado (el abismo nunca se indigesta y
todo lo engulle). Por el placer, podríamos arrojarnos a las fauces de una
mórbida criatura marina si supiéramos que en su vientre hay una sustancia capaz
de producir una potente euforia ultramundana.
Es así, que el banquete de la
voluptuosidad como economía boyante, no se niega a sí misma la ingesta vital de
miles de almas perdidas. Quizás de ahí lo desalentador, el placer es egoísta
pero nunca es gratis pues hoy en día succiona hasta la última moneda. El mundo
desde esta óptica, es abiertamente una casa de apuestas en la cual se juega
exclusivamente por el placer de jugar, mas nunca por una autentica posibilidad
de triunfo (el goce evita pensar en su consecución). Una especie de limbo de
los anhelos donde el duro esfuerzo de la autorrealización es muchas veces
repudiado: el placer es el fin último de toda la existencia (la apuesta
máxima). Dicho de otra forma, es lo inmediato corpóreo y material por encima
del ser, la paciencia y la templanza. Es la devoción sin frenos al placer más
enervante como forma de vida, desconociendo todo aquello que sólo el vivir
holístico puede enseñarnos.
¿Son luego estas líneas una
censura al gozo? No, sólo a su abuso como forma paliativa ante una realidad
jeroglífica. Es acaso la inconformidad frente a un Zeitgeist basado en placeres inocuos como estandarte. Y aunque a
esta idea podría señalársele la añeja intención de hacer una clasificación
arbitraria entre placeres aparentes y placeres genuinos, no hay tal fin moral.
Cada siglo tendrá sus virtudes y sin sabores, sus reinvenciones acerca de las
creencias y a su vez el abandono de otras menos adaptables (que no en si poco
valiosas). Desde este aspecto, lo que hoy sucede ha sucedido antes y volverá a
suceder.
Ahora bien, las sociedades
actuales han logrado liberar algunas formas de placer antes vedadas e incluso
satanizadas. Esto ha dado como resultado una gama más amplia de experiencias en
nuestro paso vital y espiritual. Empero, en la normalización de los goces
anteriormente prohibidos también hemos ido cediendo gran parte de nuestro
autocontrol y voluntad a la nueva cultura del gozo. Y no es que se trate de
algo nuevo o inédito el hecho de que las masas prefieran más ciertas
atracciones banales por encima de otras pretendidamente más elevadas o profundas.
La cuestión a analizarse en nuestro presente -derivada de lo anterior- refiere
específicamente al brote de un enajenamiento acrítico hacia una burda idea de
placer como filosofía de existencia. Un goce “ideal” que se reduce al
imaginario del mercado y a su imagen simbólica de lo que debiera ser la
satisfacción plena y en la cual nos dejamos arrastrar.
Frente a esta explotación
unidimensional de los deseos, múltiples pensadores han argumentado al respecto
-hasta el cansancio-, que tal anomalía sólo trate de un estado o condición de
placeres sin regocijo, fugaces y momentáneos. No obstante, si dicha teoría
fuera exacta y no se presentara o sintiera una gratificación, no habría en el
goce ningún tipo de acercamiento o desenfreno. Claro que hay un colmado
sublimante, y posteriormente un vacío y una culpa quizás (el ciclo a
continuación comienza de nuevo). En términos generales, todo placer es de corta
duración y siempre habrá la necesidad periódica de refrendarlo (sin olvidar su
característica subjetiva). De esta manera, el gozo nunca acaba realmente por
hartarnos, únicamente nos absuelve de nuestra tierra interior… o nos destruye
¿Cuándo el placer nos aniquila? Cuando en mutuo acuerdo cedemos a su
esclavitud. En este sentido, si ocurre ese placer sin satisfacción, efímero y
transitorio. Es un gozo que amplifica la ausencia intima, nos exige cada vez
mayor cantidad y al final nos insensibiliza. Pero en relación al goce de masas
el asunto es un tanto más confuso.
Hablamos de un descenso en la
calidad del placer en una era en la cual se apela en demasía al derecho del
goce. Es una sucesión de elecciones hacia el gozo más cómodo y limitado y entre
más cómodo y sin complicaciones mejor. Es un placer que no lleva a ningún lado
y solo produce inmovilidad en el mejor de los casos, puesto que no amplia la
visión de todo aquello aconteciendo en la vida. Sin ánimos de ser políticamente
correcto, es un goce complaciente… y nada más. Los momentos de ocio, por
supuesto son necesarios, más de lo que mucha gente afín a la religión del
trabajo les gustaría aceptar. A pesar de ello, el ocio vigente como espacio
depende de una oferta mercadológica para ser llenado, y dicha necesidad puede
expresarse bajo un sencillo código compartido por un lenguaje ecuménico en
común: primero el lujo, luego existo. Fuera de ello, no hay más a la vista. La
representación del placer globalizado, aparentemente inagotable, bien pudiera
ser la de una tierra sostenida por elefantes sobre el caparazón de una enorme
tortuga (no es la inmensidad de lo que somos).
La aventura del placer debe ir
más allá de las directrices sugeridas por las industrias del gozo narcisista en
serie. Deber recorrer hasta cierto punto caminos poco explorados y nutrirse
constantemente de experiencias heterogéneas de diverso origen. En resumidas
cuentas, ser una creación en perenne proceso de expansión y conocimiento, un
placer que nunca deja de serlo y en perpetua apertura de posibilidades. Sea
este un proceso en donde nuestras cicatrices y la ansiedad por adormecerlas, se
vuelquen en un ciclo virtuoso de goce productivo. No es una garantía de un
dolor factible de desvanecerse, es simplemente su uso como pasaje al placer a
manera de ineludible concubinato. Placer y dolor, se ayudan mutuamente para
alcanzar el desahogo y por consiguiente, tienden a complementarse. Recrear con
ellos sabiamente los momentos de saturación y abulia, es una labor complicada,
pero al final son la herramienta de sentido perfecta para seguir vivos aunque
sea sólo por curiosidad… y necesitado placer.
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