miércoles, 4 de septiembre de 2013

TORMENTA DE ARENA


         El desierto yo, el desierto eres tú, el desierto evoca la soledad reinante del calor que siento conmigo ese que me quema pero no termina de fundirme, es en igual manera el frío que me exige buscar de nueva cuenta el calor entre los folículos de arena; en aquellas partículas que fueron piedras que con agua alguna vez chocaban, viajaban, armonizaban en silencio.

Nuestro inicio en el trayecto del desierto comienza desde las entrañas de nuestras madres, ahí en soledad liquida y oscura, apartados de los riesgos eminentes de la vida, aislados de los sonidos, acomodados en el silencio; capaces de entenderle y ser que con éste uno. Ahí estriba que el desierto seas tú, yo, todos en soledad metafísica y en el vórtice atemporal de una soledad materializada. En inicio deambulamos en ese desierto atiborrado de oasis, de espejismos en los que entramos y en los que acampamos largo tiempo.

La mujer incrustada en el placer nos da de beber de su seno el elixir que promete eternizar nuestro goce. Días, meses, años sin empacho, aproximándonos al  buffet de la obstinación, aquella que por instrucción nos enseña a no estar solos, a no desprendernos. La soledad domesticada se interpreta como la angustia monstruosa de cualquier hombre, su designio es claro inmediato el abandono de las cavidades húmedas de nuestras madres; es el que nos plantea desde el inicio que, no habrá lugar para el desértico compas de nuestra andanza; asumimos que debemos aferrarnos a todo aquello que represente una idea de que en efecto existimos. Existimos no en la intimidad propia, sino en la exclusividad de los cuerpos, los colores, de las esencias, de los palacios, de la urbe, de la civilización que es el engranaje –impuro- de entender –solamente- lo que ocupa un espacio; entender las facultades en la estreches, en el amontonamiento, como si de anticuarios colectivos se tratase, coleccionar lugar sin espacio, colecciones de ruidos e individuos que se van incluyendo en el pasar de cada siglo. No hay lugar para el desierto –real- y todas sus posibilidades.

La idea del desierto no es homogénea, el hombre es el que lucha incansablemente por la homogeneidad, buscando cada vez parecerse desesperadamente al de enfrente, ser una legión inconexa, insatisfecha; al grado mismo de querer ver las ausencias iguales a los de otros. Las soledades dejan de ser legitimas dado que terminan por compartirse, Huxley describe “terroríficamente” esto: “De la soledad uterina surgimos hasta la soledad de nuestros semejantes para volver luego a la soledad de la tumba. Pasamos la vida esforzándonos para mitigar tal soledad. Pero propincuidad no significa fusión”. Y en el juego de los designios la promesa del solipsista se ahoga, se ve perecedera en un mundo en donde se inventa todo lo “necesario”, elementos que dictan el contenido de las emociones, de los sentimientos en meros deseos de orgullo, de banalidad, de hosquedad.

Entonces aunque neguemos somos parte de un desierto; lo desafortunado es que no se acerca por nada aquel descrito por Don Juan, no es el lugar de liberación introspectiva. No te posibilita a encontrarte; te sumerge, emancipa y comienza a ensimismarte, te lleva a tomar decisiones precipitadas en las que sí, existen por montones desérticos escenarios de la no razón. Hasta los padecimientos mentales terminan convirtiéndose en una opción, el mundo psicótico resulta que no está vacío, se llena de todo el malestar que en principio pretende verse como la gloria liberadora de tanta insensatez, de tanto miedo de a ser rechazado. Al final aporta una bifurcación, aquella en la podemos sumergirnos en un desierto alusivo y compulsivo de benevolentes espejismos o, saltar al desierto que nos habita y en el que cada grano es una razón, un pedacito microscópico de aliento, de conocimiento interno.

Sumerjámonos en el desierto único que lleva nuestro nombre, esto rezaría la transformación del conocimiento silencioso; a la que bien tuvo a bautizar Murakami: la tormenta de arena.

Una multitud es como un vasto desierto de hombres.
René de Chateaubriand



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