Al pensar en un desierto, lo
primero que me acude a la cabeza es una vasta extensión de fina arena dorada
con cientos de dunas, algún camello y, quizás, un oasis perdido. Si me esfuerzo
un poco más, se cambian los camellos por coyotes, los oasis por cactus y las
dunas por rocas. Sea como fuere, siempre, de día hace un calor abrasador y de
noche un frío mortal.
Después de todo esto, la mente se
vuelve más exquisita; la idea de desierto cambia por completo. Desaparecen las
arenas, las dunas, cactus, camellos y coyotes; se extiende ante mí una
inmensidad helada que se extiende, cual cuchillo, desde las estepas hasta los
polos. Montañas de hielo, ríos helados, océanos de cristal gélido, perpetúas
nieves. La vida no es más que un espejismo, un sueño, algo frágil y tenue en
continúa lucha.
Sea como fuere el desierto
evocado por el imaginario, existe una constante: la vida se aferra en
condiciones extremas; la vida pide vivir. En el Gobi, el Sahara, Arizona,
Antártida… llámalo X, la vida es prácticamente un milagro. La Naturaleza
muestra sus más ingeniosas estrategias de supervivencia y adaptación que
varían: modificaciones genéticas —orejas más grandes que refrigeran el cuerpo;
plantas microfilas; largos mantos de pelo—, sueños por largos períodos
(hibernación, estavación, incluso, ambos), etc. En resumen, los niveles de
radiación son mayores, no hay sombras, carecen los alimentos, la supervivencia
de uno depende de la conservación del otro…Como dije, la vida pide permiso para
vivir.
No obstante, muy a pesar de lo interesantes
que puedan llegar a ser estos desiertos, no son los que a mí me interesa
explorar.
Mi desierto vive plenamente en
donde bulle y fluye la vida. ¿Qué sucede cuándo el desierto se desarrolla en
medio de una gran urbe? ¿Qué ocurre cuando va más allá de arenas, hielos,
temperaturas extremas y la nada? ¿Qué técnicas de supervivencia se desarrollan?
¿Qué significado toma la palabra desierto cuándo hay vida por todas partes? Me
interesan mucho más esos pequeños grandes desiertos que se yerguen en medio de
la vida como toda una declaración antagónica.
Veamos qué pasa. Pensemos en una
ciudad cualquiera, grande o pequeña, no importa; una ciudad. Pensemos en un
individuo, sea hombre o mujer, que vive en esa ciudad. Tratemos de imaginar su
rutina (suponiendo que es lo que se considera una “persona plena”). Se levanta
temprano, desayuna, se asea —o viceversa —, toma un transporte, se dirige a su
trabajo. En ese trayecto, es muy probable que no hable con nadie más, salvo un
breve “buenos días”, “permiso” o alguna otra cosa menos agradable. Quitando ese
breve intercambio, seguramente se mueva con la mente ida en sus pensamientos.
Una vez en el trabajo, como autómata, saludará a sus compañeros de fatigas,
quizás comparta una breve conversación y, después, será robot cumpliendo con
sus obligaciones. Terminada la jornada, ¿visitará a los amigos? ¿Se quedará con
los compañeros? ¿Irá a casa de algún familiar? ¿Regresará a casa? ¿Tendrá
alguien esperando a casa? Demos por hecho que sí, que alguien lo espera en
algún lugar. De nuevo, ese trayecto. Alguna conversación esporádica de nuevo.
Navegará por la red, recibirá algún mensaje como restos de esa vida que alguna
vez tuvo y que con el tiempo se está diluyendo en unos y ceros.
Una vez en casa, saludos, “hola,
¿qué tal el día?”; “bien, gracias, ya sabes”; “la cena está en un rato”. De
nuevo, esa persona se queda sola, en su mente. Se puede abstraer con la
televisión, con Internet, quizás un ¿libro?... Nuevamente busca abstraerse,
aunque está rodeado de vida, ese ser lucha por vivir. El medio se vuelve
hostil, nada le complace, la solitud lo envuelve. La vida no es más un
espejismo de lo que debería ser, envuelto de sueños —espejismos— que hacen la
vida más llevadera. Los oasis se tornan alcohólicos, televisivos, se expanden
por ondas…
La supervivencia depende de la
capacidad de la mente para abstraerse y evocar lugares más prolijos. Cada ser
vivo, no es más que un páramo yermo de ilusiones, de sueños rotos, de
frustraciones, de curiosidades perdidas, la compañía no es más que un
camuflaje, un refugio, porque en el fondo, estamos solos. El desierto se
extiende en nosotros. Hagamos lo que hagamos, a fin de cuentas, estamos solos.
Nos vamos perdiendo en arenas de
silencio, de perturbaciones, de injusticias, se seca la vida en nosotros. La
selva de nuestra infancia se va marchitando poco a poco. Se secan los arroyos
de la risa, se vuelven mares de soledad. Dejamos de compartir nuestros
sentimientos por miedo a la risa insensata, aumentando así nuestro aislamiento,
nuestra soledad. No somos más que vastas extensiones de nada, frías o cálidas,
cada vez más perdidas en su propio silencio mortal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario