lunes, 26 de mayo de 2014

BASTARDOS SIN GLORIA


“Mexicanos, al grito de guerra
el acero aprestad y el bridón,
y retiemble en sus centros la tierra.
al sonoro rugir del cañón”

Himno nacional mexicano – Fragmento

Cuando una guerra irrumpe de súbito, lo hace a la manera del Génesis: Hágase la luz… la luz de las tinieblas. Para nadie es desconocido, los niveles de atrocidad que puede alcanzar un conflicto armado. Quizás debido a ello, se trate entonces de la mejor representación humana del infierno en la tierra (la real y verdadera demoledora de carne y almas). No hay límites preestablecidos, ni leyes divinas capaces de contener la furia de los ejércitos una vez puestos en marcha. Las cruzadas o Yihads lejos de acotar en los fieles esa misma rabia, la atizan de sobremanera, siendo las creencias religiosas un aliciente mucho más efectivo que las ideologías totalitarias. Hablamos en este caso, del ejemplo más claro de una carrera hacia el abismo en su (sin) sentido de brutalidad desmedida. Para entender esta última idea, situémonos en los usos del miedo y la competencia, los cuales en simbiosis dan como resultado el culto a la carnicería. La exposición de la tortura entre los bandos enemigos pretende ser un mensaje persuasivo con el fin de intimidar o replegar las acciones ofensivas. Al final, parafraseando a Gandhi no solo los afectados se han ocasionado mutua ceguera, en el camino también se han asegurado de que esta condición sea permanente (en guerra el odio trasciende el tiempo y se instala de manera perentoria en el horizonte).

Es así que al desatarse las formas dantescas que adquiere el caos, las acciones se manifiestan casi como una extensión más del orden natural en busca de equilibrio. Empero, lo anti-natural e inhumano de las consecuencias no existe en ningún otro lugar más allá de los actos y ruindad de quienes han liberado sus instintos primarios. He ahí lo perturbador del fenómeno, la guerra como presunta fuerza de la naturaleza arroja al mundo realidades angustiosamente difíciles de asimilar o siquiera digerir. Los enfrentamientos a gran escala son históricamente terreno fértil para registrar el extremismo más violento y nihilista en los que puede caer la conducta humana (la naturaleza en desequilibrio). En esas circunstancias, el lenguaje del combate encarnizado no es otro que el de la profusa crueldad, muy alejado de cualquier intento de comprensión externa o moral. No es entonces lo que la guerra hace en los hombres, sino aquello en el interior de los hombres escapando a placer sin nada que pueda regularlo. 

No hay por consiguiente anormalidad que refleje de manera más clara nuestra intrincada dualidad, que la experiencia traumática dejada por la guerra. En ella, símbolos o estandartes y marchas marciales son las señales que desencadenan como perros de presa todo el carruaje desbocado de la víscera. De ahí que quien domine la capacidad de engendrarla (aun a pesar de vivir en tiempos donde el mercado impone su dinámica a nivel global) controla su entorno geopolítico, e incluso ciertas funciones del mercado mismo. No obstante, la razón de la fuerza no siendo fácil de disuadir estima poder dirigir un fuego demasiado sensible a la dispersión y es que la guerra cuando se ha propagado en demasía, llega a tomar vida propia. No importa tener las mejores armas o a la mano la tecnología de punta, aunque se gane la batalla, el rencor de los vencidos mantiene su estela purulenta a través de generaciones, llegando al grado de ser un paroxismo no erradicable. Una vez iniciada la espiral descendente del exterminio (salvo muy identificables excepciones como Japón u otros países rivales en la segunda guerra mundial), está siempre intentara resarcirse de sus cenizas en la situación propicia.

De aquí inferimos que se puede controlar el armamento, la amenaza de valerse de el para conseguir ciertos objetivos, pero el rumbo o dirección de una guerra siempre resultara un rompecabezas de suma complejidad. Manipular un estallido bélico es una cuestión ilusoria que al parecer solo beneficia a los mercenarios y comerciantes de armas, no así a los civiles en medio de la lucha. La guerra como supremo juez de la vida y muerte decide por si misma su destino y el destino de quienes pelean en el vórtice de su torbellino. Debido a estas características, es muy sencillo incitar externamente las agresiones militares en lugares donde el sectarismo, la pobreza y las diferencias raciales o de credo chocan constantemente. Dicho de otra forma, es la pólvora que no pasa desapercibida al radar de diversos intereses en el mundo. Tal vez no haya un medio para maniobrar la ruta de una combustión, pero si muchas maneras efectivas para hacerla estallar… y luego esperar. La guerra o las guerras en nuestro presente, responden más a este tipo de aviesa mecánica que a supuestas causas emancipadoras o en nombre de la libertad. Detrás, podemos argüir que siempre hay alguien que prende la mecha a la distancia y trata de mantener lo más que pueda en beneficio propio la intensidad del estallido. Mientras, en el interior de la tormenta, el círculo de la ira recrea su mejor versión del inframundo con todo lo ominosamente impensable que los hombres son capaces de materializar. 

¿Qué es en conclusión la guerra? ¿Una deidad? ¿Una pesadilla o fantasma inexplicablemente real? Solo nos queda aceptar que su existencia es producto puramente humano e inevitable o no… sucede. No hay otra forma más viable de afrontarla: “The war is over”.


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