jueves, 27 de marzo de 2014

VIDA ACCIDENTADA


          Propiamente la vida está instaurada en el incidente, la vida en origen es una función accidentada, de no serlo nos conllevaría a vivir sin propósito (s), sin las llamadas metas, y tomo este término dado que en él –y a manera de un introyecto occidental- debemos enfrentarnos a variados obstáculos para llegar a la anhelada “meta”. Desde mi óptica la llamada meta es la vida misma, en ella y en vivirle tienes el primero de muchos obstáculos que vendrán (decidirás si les enfrentas, si les resuelves y sobre todo si les comprendes), y no es que quiera instaurar en la existencia una tragedia perdurable, pero el resultado ha sido el mismo en la constante –finita-del vivir; hay en la vida misma una especie de “acuerdo” con lo trágico. Me permito decir esto puesto que no hay tragedia más grande que la propia incertidumbre, condición imprescindible de la existencia humana, el no saber qué pasará conlleva a pensar que lo que podría avecinarse nos dañará, nos afectará de un modo alguno; al final nos colocará en un momento decisivo en que las opciones podrían ser ya, otra in-cualidad del individuo: su naturaleza dubitativa. Decisiones –cualquiera- ante el suceso.

Y es que el accidente como hecho físico nos proporciona a saber que cualquier eventualidad que rompa el estado de normalidad,  tranquilidad tendrá una reacción indistinta a la del objeto no violentado anteriormente. Me permito hacer una analogía,  el desbordamiento de un río, el cauce de éste por determinado tiempo llevó una dirección, era parte de un “encuadre” natural, ante el desbordamiento del mismo, causa destrozos a su paso, arrasa todo aquello que en algún momento no era obstáculo, transforma la realidad en algo indudablemente distinto. El resultado es que el accidente como fenómeno natural implica un cambio en la naturaleza de las cosas; habrá por supuesto en esto pérdidas sin duda irreparables. El accidente en tanto es cambio violento, son circunstancias no venideras de la idea rígida que  gusta asumir un destino, es una acción inesperada en el ser, en la que por supuesto implicará el cambio de dicho ser.

Ahora, hay ciertas antesalas en la posibilidad del accidente como acción, la primera de éstas podemos reconocerla en la circunstancia de la prevención, está circunstancia en la cual tanto hartamos, en ella reconocemos con anticipación escenarios que nos pondrían en un riesgo latente; y no precisamente la prevención sistematizada es a lo que obedecemos o la que pretendemos acatar, sino a la más clara y enfática como es la propia experiencia individual. Sin embargo esa experiencia lucha sinuosamente con la obstinación tan nuestra de vivir riesgos innecesarios, comenzamos a fincar nuestra vida en riesgos, fundamentamos nuestra vida en la tragedia. La tradición, la sociedad –híper-estimulada- misma así no lo exige, encontramos divertimento en los accidentes de los otros, en el ridículo del otro, en la vergüenza-accidental de los demás, en la fatídica vida de los otros; al no vernos ahí nos da un aliento de cierta supervivencia moral, física y existencial. El inconveniente es como agenciamos esto como un estilo de vida, en el que aprender del accidente se vuelve cosa de reiteración y no de significación: ser testigo del auxilio sin participación, de los otros y de uno mismo.

Y por último está el accidente como pensamiento constante de un mundo en constante riesgo, predisponiendo nuestras intenciones y decisiones en complicadas realidades en donde los resultados “siempre” son preocuparnos por no estar preocupados. Al igual, la responsabilidad recae en la crianza que estima el miedo como manera única de vivir, acostumbrarse al temer, acostumbrarse al notorio acontecimiento catastrófico: “ten cuidado con quién hables, no te vayas a quemar, no te vayas caer, no le vayas a lastimar, no te metas en problemas, no le vayas a embarazar, no aceleres, el fin de los tiempos está cerca y un largo etcétera.

No hace mucho ejemplificaba con un grupo de alumnos un cuestionamiento que de entrada pareciera de gran brío pesimista: “¿Cuántos de ustedes fueron planeados para nacer?” las respuestas se hicieron un tremendo silencio, la nimiedad de mis conclusiones es que toda vida es un accidente. La condición de planear eventos están en exigencia de una realidad dada por nosotros, pero la cual, debe fincarse en la realidad dada por el mundo, en tanto el efecto  de esta simbiosis (la llamada determinación de la sustancia, corrupción de la existencia) es que las intenciones y los hechos regularmente desembocará en un accidente.

Benditos accidentes que sin ellos viviríamos en la cruz de una pasividad, de una no transición.



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