"Los libros van siendo el único lugar de la casa donde
todavía se puede estar tranquilo."
Julio Cortázar.
Convencido
estoy de que a los instantes iluminadores en este periplo llamado vida he
llegado de forma circunstancial, a tientas, oscilando entre el sueño, la
vigilia o recurrentemente trastabillando como un ebrio echado de un bar,
buscando una buhardilla para tratar de comprender mis actos y si acaso el
mundo. Creo de igual forma, que el ir y venir de los días es un antifaz que
recubre de forma oblicua lo esencial en las cosas. Somos una errata en cada
trecho recorrido. Mientras los rebaños de gente van y vienen allá arriba, me
traslado en el gusano naranja. En el subsuelo, la cotidianidad late ferozmente:
grita, reclama, discute, se fajonea, se pitorrea, hace de las suyas, regalando
un panorama carnavalesco y disímil digno de una alegoría lyncheana.
Rumbo a la estación chabacano
recuerdo aquella tarde soleada caminando con un amigo ciertos callejones en la
ciudad de las flores. ¡Mira, ahí vive el Pitol! Tenía una ligera sospecha de
quién era, pues en algún anaquel de la rueca de Gandhi alcancé a leer su nombre
por aquellos años preparatorianos, mas no me había aventurado en su prosa –de
manufactura sublime, decía mi acompañante- que años más tarde acabaría por ser
referente y compañero en esos momentos de claridad que conservo en la memoria,
los cuales, a través del nomadismo en sus letras producto de ese incesante ir y
venir por el globo, la sesuda reflexión literaria plagada de referencias,
escenarios, excentricidades y ese amor por el lenguaje me han develado ese otro
andamiaje que habita en nuestro interior tras la mirada; ese que está ahí entre
rastros de sueños que escapan como mariposas durante el día y han hecho que
habite el mundo en múltiples instantes desde otras latitudes.
Acercarme a los libros de Sergio
Pitol ha sido un viaje riquísimo entre infinidad de paisajes, ciudades,
personajes disparatados, relatos brillantísimos y alucinantes que dejan en
entredicho que el escritor fabrica a manera de alquimista perdiéndose en una
utopía privada el laboratorio de lo posible;
donde la dedicación literaria, los sueños, angustias, imaginación y
parodia confeccionan una realidad alterna que llevamos en los bolsillos por las
esquinas de la vida y finalmente se nos revelan en una literatura rica y estimulante. El lector debe
ser un buen conversador, de lo contrario, el resultado será una colisión
estrepitosa que nos dejará babeando en la banqueta más confundidos que al
inicio de nuestras lecturas.
Un paciente – el propio Pitol-
hundido y perdido en sus laberintos llega al consultorio del doctor Federico
Pérez para desterrar su relación con el
tabaquismo por medio de la hipnosis.
Durante el trance el personaje llega a un intricado de imágenes
desordenadas resbalando directito a una encrucijada que lleva guardada hace más de cincuenta años
– la imagen de su madre ahogada a la orilla de una poza-. Encara la pesadilla y explota en llanto
producto de los infiernos no extintos. Recorremos los días con una losa
invisible y pesadísima en la espalda; evitando con sigilo que los dolores del
pasado vuelvan a cachetearnos en otros momentos, en otras personas, en otras
caricias. Somos camaleones por antonomasia. Vindicación de la hipnosis, sin
duda, me dejó perplejo aquella tarde en mi habitación. Descolocado, salí a
conseguir más libros del Mago de Viena. Cuerpo presente y Victorio Ferri me
deslumbraron de igual forma en ese
infierno de todos horneado durante su exilio en Tepoztlán. El desfile
del amor y la vida conyugal favoritos de ese tríptico “El carnaval”. A partir
de ese momento supe que siempre regresaría a sus libros y conocería con el
tiempo a Chéjov, Gógol, Nabokov, Gombrowitz, Conrad, pintura y personajes de la
cultura mexicana que compartieron años fructíferos con el premio cervantes.
El arte de la fuga –me aventuro a
decir- en sus cuatro apartados: memoria, escritura, lectura y final es un libro iluminador donde el autor va
concatenando uno a uno los elementos del rompecabezas personal consolidando una
pieza de orfebrería producto del viaje, la crónica, los sueños, memorias, instantes y un amplio bagaje de afirmaciones y contradicciones mediante un
estilo refinado y concienzudo. Sin duda, es el recordatorio de un hombre que se
encuentra en paz con su propia historia: “este libro es en cierta manera una
recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar
desasosiegos y cauterizar heridas”. Invito al curioso a internarse en estas
aguas y dejarse llevar por el oleaje. Es posible que despierte en un puerto
seguro.
A un año de distancia en que
decidí quemar las naves para dirigirme de bruces a una ciudad que ignora mi
presencia, escribo -rodeado de algunos ejemplares firmados aquella mañana en la
que compartí un café con el personaje/escritor- tratando de hilvanar lo que
llevo guardado en mi mochila de viajes, la cual, se va llenando de con el paso
de soles y lunas de música, lecturas, descubrimientos, perplejidades, desatinos
y casualidades que van regresado a mi vida de forma muy misteriosa para
regalarme mañanas de inmensa alegría, confirmando una vez más que todo está en
todas las cosas.
“Escribir me parece un sinónimo del acto de tejer y destejer algunos
hilos narrativos arduamente trenzados; los finales por lo general quedan
abiertos, será el lector quien trate de cerrarlos, de resolver el misterio
planteado, de elegir algunas de las opciones sugeridas; el sueño, el delirio y
la vigilia se confunden…, lo demás son palabras”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario