viernes, 14 de junio de 2013

CARTOGRAFÍA DEL OLVIDO


           Si de aprensiones se trata la de mayor jerarquía descansa  en nuestros recuerdos, y hay en ello un sustentable motivo tan importante como la causa de que tales recuerdos, remembranzas, experiencias pasadas consolidan nuestra vida psíquica. Ante su ausencia sencillamente podríamos definirnos como no existentes, al menos desde la idea misma de la autoconciencia: existente para el resto ante la presencia como objeto, inexistente para ti como ser intrapersonal (yo profundo), sin evocación, pleno del olvido. Hasta dónde puede sostenerse  la idea del haber sido, del haber vivido si de fragilidad en gran medida se construye el hombre; indicadores que sufragan la memoria, aquella que por bien, orden se representa en el marco de la Historia (narrativa de los pueblos) o bien, en la historia individual ¿Qué valdría la pena entonces recordar?

Recordatorio es la vertiente a la asimilación, la asociación, contando en primera instancia con las imágenes mentales; su particularidad es que aun siendo tan propias responden a la arbitrariedad que en tantas ocasiones se aleja del valor dado: darle relevancia, clasificación y subsistencia a nuestro pasado remite a ser una ardua tarea. Mantenemos lo que en propósito no es tan relevante y olvidamos lo que no queremos olvidar, aquí el trasto del inconsciente que en voz de nuestra existencia almacena todo nuestro imaginario sin atributo alguno, “libre” si de adjetivarle se trata. En tanto que solicitamos de hechos que puedan dar constancia de lo que vivimos y fuimos, allí los roles que nos definen, las relaciones que nos sustentan (en la proyección, en las transferencias,  en la confrontación, en la complementación), en las experiencias que nos relacionan y nos afirman (el vislumbre de la vida, el encanto y las alegrías, en los sueños, en el descubrimiento, en el aprendizaje y en el conocimiento, en el desencanto, en  los tragos amargos, en las incidencias y los traumas), en los objetos y los espacios que reconocemos, que andamos y que nos influyen (los fetiches, los lugares y los ambientes, el arte, las fotografías, las cartas, lo escrito, lo mediático), cediendo todas a la caducidad, al inquebrantable olvido.

No hay nada más natural que olvidar, aquí la posibilidad de expulsar de la conciencia  lo incomodo, lo impropio y a la vez remplazándole por algo más fácil de sobrellevar, de tolerar, el vernos aislados de esto podría llevarnos a la descomposición misma de nuestro ser: trastornos, amnesia o locura. El olvido puede ser entendido como una resistencia, una negación de lo que somos, y de antemano de lo que decidimos. Olvidar permite desmarcarnos de la responsabilidad; el olvido es engañoso propiamente, se faculta a ser ocasionalmente idóneo, ocasionalmente doloso y ocasionalmente conveniente.

Ahora, al olvidar se nos permite el no recordarnos, el desvanecernos, deshacer el tiempo, en consecuencia el olvido hace de la temporalidad un terreno árido, seco en el que habitaría propiamente la nada. Señalando lo anterior y tratando de ubicarnos en un posible inmediatez en la que el señuelo es al anacronismo resulta entonces que el olvido es un bien preciado: más vale no recordar lo que fue dado, ello me exigiría resolverme en el presente, y si del presente soy consciente el olvido se convertiría en acción, su propiedad vendría hacer hasta ese instante valiosa ¿Por cuánto tiempo? Si el futuro apremiaría, ante su particularidad más representativa que es su velocidad tan desmedida que, en  coerción nos demanda olvidar, aquí pues, se hace evidente otro rasgo del olvido: su contrariedad, olvidamos que queremos olvidar (sin embargo lo hacemos), su fruto es la nostalgia.

Aunque al final nada se olvidada, el dolor y el amor son ejemplos competentes; hay en la profundidad de nosotros mismos restos o completos de nuestro ser, el “secreto” viene en el cómo digerirlo,  del cómo asimilar la experiencia de lo lejano, de lo remoto, de lo que somos y terminaremos siendo, siempre y cuando no lo olvidemos.

“Sólo después de olvidar eres completamente inocente y por eso mismo, definitivamente culpable”
Tokio ya no nos quiere, Ray Loriga



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