Si de aprensiones se trata la de
mayor jerarquía descansa en nuestros
recuerdos, y hay en ello un sustentable motivo tan importante como la causa de
que tales recuerdos, remembranzas, experiencias pasadas consolidan nuestra vida
psíquica. Ante su ausencia sencillamente podríamos definirnos como no
existentes, al menos desde la idea misma de la autoconciencia: existente para
el resto ante la presencia como objeto, inexistente para ti como ser
intrapersonal (yo profundo), sin evocación, pleno del olvido. Hasta dónde puede
sostenerse la idea del haber sido, del
haber vivido si de fragilidad en gran medida se construye el hombre;
indicadores que sufragan la memoria, aquella que por bien, orden se representa
en el marco de la Historia (narrativa de los pueblos) o bien, en la historia
individual ¿Qué valdría la pena entonces recordar?
Recordatorio es la vertiente a la
asimilación, la asociación, contando en primera instancia con las imágenes
mentales; su particularidad es que aun siendo tan propias responden a la
arbitrariedad que en tantas ocasiones se aleja del valor dado: darle
relevancia, clasificación y subsistencia a nuestro pasado remite a ser una
ardua tarea. Mantenemos lo que en propósito no es tan relevante y olvidamos lo
que no queremos olvidar, aquí el trasto del inconsciente que en voz de nuestra
existencia almacena todo nuestro imaginario sin atributo alguno, “libre” si de
adjetivarle se trata. En tanto que solicitamos de hechos que puedan dar
constancia de lo que vivimos y fuimos, allí los roles que nos definen, las
relaciones que nos sustentan (en la proyección, en las transferencias, en la confrontación, en la complementación),
en las experiencias que nos relacionan y nos afirman (el vislumbre de la vida,
el encanto y las alegrías, en los sueños, en el descubrimiento, en el
aprendizaje y en el conocimiento, en el desencanto, en los tragos amargos, en las incidencias y los
traumas), en los objetos y los espacios que reconocemos, que andamos y que nos
influyen (los fetiches, los lugares y los ambientes, el arte, las fotografías,
las cartas, lo escrito, lo mediático), cediendo todas a la caducidad, al
inquebrantable olvido.
No hay nada más natural que
olvidar, aquí la posibilidad de expulsar de la conciencia lo incomodo, lo impropio y a la vez remplazándole
por algo más fácil de sobrellevar, de tolerar, el vernos aislados de esto
podría llevarnos a la descomposición misma de nuestro ser: trastornos, amnesia
o locura. El olvido puede ser entendido como una resistencia, una negación de
lo que somos, y de antemano de lo que decidimos. Olvidar permite desmarcarnos
de la responsabilidad; el olvido es engañoso propiamente, se faculta a ser
ocasionalmente idóneo, ocasionalmente doloso y ocasionalmente conveniente.
Ahora, al olvidar se nos permite
el no recordarnos, el desvanecernos, deshacer el tiempo, en consecuencia el
olvido hace de la temporalidad un terreno árido, seco en el que habitaría
propiamente la nada. Señalando lo anterior y tratando de ubicarnos en un
posible inmediatez en la que el señuelo es al anacronismo resulta entonces que
el olvido es un bien preciado: más vale no recordar lo que fue dado, ello me
exigiría resolverme en el presente, y si del presente soy consciente el olvido
se convertiría en acción, su propiedad vendría hacer hasta ese instante valiosa
¿Por cuánto tiempo? Si el futuro apremiaría, ante su particularidad más
representativa que es su velocidad tan desmedida que, en coerción nos demanda olvidar, aquí pues, se
hace evidente otro rasgo del olvido: su contrariedad, olvidamos que queremos
olvidar (sin embargo lo hacemos), su fruto es la nostalgia.
Aunque al final nada se olvidada,
el dolor y el amor son ejemplos competentes; hay en la profundidad de nosotros
mismos restos o completos de nuestro ser, el “secreto” viene en el cómo digerirlo, del cómo asimilar la experiencia de lo
lejano, de lo remoto, de lo que somos y terminaremos siendo, siempre y cuando
no lo olvidemos.
“Sólo después de
olvidar eres completamente inocente y por eso mismo, definitivamente culpable”
Tokio
ya no nos quiere, Ray Loriga
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