El único espacio en donde podría
considerarse la no valoración del bien y el mal sería la eternidad. Lo menciono
porque en ella no habría permisividad alguna en la discusión –que absurdamente
se vuelve eterna- del reclamo del mal y
de la necesidad del bien; sería en naturaleza (si se permite utilizar dicho
término) el desprendimiento de todas aquellas lucubraciones que surgiesen del
unísono binomio, la balanza simplemente dejaría de tener un sentido, no habría
cabida en su regulación, equilibrio y existencia, ésta convirtiéndose ahora en
algo infinito.
La inmortalidad descansa en la
muerte, ahí surge, es el miedo primario del hombre que corresponde al
escenario de los miedos primitivo: al desastre, al rechazo y a la caducidad. Tendría entonces el hombre que conformar una
idea que pudiese destituir el último de los niveles de la naturaleza humana, siempre y cuando le
pensemos como marco fisiológico, dado que la muerte tiene sus propias
condiciones de análisis ajenas a todo carácter natural, colocándonos en la
posibilidad que ella es la trascendencia a otros niveles, otros estados. La muerte podría ser entonces la substancia
de la inmortalidad; ambas funcionan en condición y existencia de la otra. La
resolución que daría el hombre a su gran causa de ansiedad y angustia, el
reconocimiento triunfante ante el dejar
de existir: la religión y su preciada recompensa, la mayor parte de las
religiones tienen dar fin al dolor a existir, vendrá –paradójicamente- la
eternidad; el existir será entendido
como una utopía, a excepción del suicida, aunque esto abriría paso a otra
discusión. Los paraísos son una idea muy arcaica del hombre, transfigurados en
cada una de las realidades culturas; hay placer permanente en ellos (aunque que
nos suene a herejía), lugares en los que se excluye toda preocupación,
dolor, lugar en el que te ves perpetuado
en tu mejor momento, en tu mejor forma, en tu mejor ideación al respecto de ti.
Su propiedad dentro del vínculo
religioso, la promesa del paraíso (una idealización del bien social, de lo
buscado, de lo eterno que merece ser vivido). Esto no es necesariamente algo
nuevo, lo menciono por el entendido que esta idea de la inmortalidad está
presente en todas las manifestaciones religiosas, sectarias, asociadas a la
posibilidad de ser una de las muchas “caras” de lo inmortal.
Como comentario interpuesto sería
pertinente mencionar que la momificación es una evidencia clara del hombre
por demostrar en forma “física” una
resistencia y una durabilidad de la que por entendido está muerto. Hombres
muertos que en apariencia hagan pensar al pueblo o comunidad que “viven”, que
están con ellos, que viven por ellos trasgrediendo el tiempo; es la figura que
brinda un cuidado infinito, siempre resguardando, protegiendo. Faraones egipcios, emperadores Incas,
socialistas y bolcheviques en ataúdes, otros tantos en mausoleos vivientes que
dan balance y sentido a la fe polìtica de un pueblo; sacerdotes, indios,
mártires de efectividad milagrosa se les concede una eternidad “artificia”
(aquí tal vez es un uso impropio, un pleonasmo, dado que las eternidad es hasta
ahora, un pensar ficcionado).
El cuerpo conservado, aquel que
no coagula, no se pudre y en tanto fluye. La negativa a la descomposición del
cuerpo es donde se pone en evidencia la minúscula manera en como percibimos a
lo perdurable, le medimos regularmente como el cuerpo-hombre, idea de cuerpo
comprendida en totalidad corpórea. Se desconoce, se desprecia la idea del
cuerpo como ambiente, como música, como el arte mismo, como otras tantas
composiciones que en efecto pudiesen sí, ser entendidas como etéreas y
perdurables; una idea misma, un pensamiento es para siempre. Entonces el cuerpo
se entiende como un monumento, el templo pulcro que debe presentarse renovado,
moderno, actual, deseado, perfecto, envidiado y demandado; la demanda de lo
nuevo que ahora es viejo, aunque con posibilidades de renovarse, mejorarse.
Aquí sendas contradicciones ¿Cómo
podrías desear lo perdurable, si el deseo es precisamente algo que se
transforma? No tendemos a repetir nuestros deseos, en consecuencia no son
perdurables. ¿Si el efecto es reconocido sólo en lo novedoso, en tanto todo
pasa, pasaría, no hay finitud, no habría pues eternidad? Habría proseguir; ser
el mismo en otras circunstancias, sin embargo con las mismas ganancias y las
mismas pérdidas.
El Frankenstein de Shelley es un efectivo
ejemplo en donde se formula una primera necesidad en donde la idea de sopesar
la muerte (razones propias de la autora; la muerte repentina de su madre y
después de su hija, su obra sería una sublimación inmediata). Shelley
propondría en su “Eterno” Prometeo esa primera integración entre ciencia,
ficción e inmortalidad como respuesta de la frustración del perder, del no
perdurar lo que deseamos que sea perdurable, la vida en sí misma,
presentándonos al hombre-dios, el hombre capaz de crear vida (aspecto no muy
lejano a la búsqueda primordial de la ciencia). Frankestein es entonces la
propiedad –literaria- del primer hombre que desafía y desarticula la incógnita de dos hechos: la
creación y la perpetuación de la vida; a la par incluyendo el paliativo de la
angustia por el seguir viviendo (como un monstruo) y del cómo vivir de esa
manera, propiciando el siguiente cuestionamiento ¿Para qué perpetuarse si no
hay posibilidad de entender el lugar que habito, que vivo? O ¿Reducirse a
eternizar lo cotidiano, vivir por vivir una monstruosidad? Otro indicio de la eternidad corresponde a la obra
clásica de Bram Stoker, Drácula. La figura vampírica es el desbordamiento del
deseo, de la eternización de la juventud y de todas las ventajas que le
acompañan, máxima la sexualidad y la erotización del vampiro. Si bien ha
sufrido transformaciones bajo el paso del tiempo no pierde su atractivo
primordial, la inmortalidad. Hay en esto un particularidad que así mismo
comparte con otros referentes no necesariamente literarios, su objeto, el medio
mismo para ser eterno es la sangre, permitiéndome mencionar que la concepción
de la infinitud evoca a ciertos símbolos colectivos, es decir, lo inmortal es
una idea y en tanto un bien global, la sangre es una evidencia. Más la
eternidad inscrita en el vampirismo es perennidad castigada, el permanente mal.
El castigo es una de las introyecciones más claras del artefacto eternidad como
lo es el amor (indurable por siempre), otredad del hombre que significara sus
futuros.
El hombre persiste en verse en el
futuro, no concibe el futuro en ausencia de él, busca la inmortalidad como
preservación dirían los organicistas, como perpetuación dirían los metafísicos,
como transición dirían los místicos, como recompensa dirían los religiosos; el hombre actual
diría: “el tiempo no me alcanza para vivirle, vaya, que el digerirle y sufrirle
parece ser la última opción. No deseo más vida para entender las causas y las
razones del existir, no. Deseo vivir eternamente para darle –de ser posible-
entendimiento a la reiteración.”
Un recién conocido
pertinentemente me dijo: “la eternidad es una obstinación del hombre que no
sabe manejar”, complementaria “… y al no comprenderle se aferra, motivo –de
muchas- ideas eternas, inevitables e incalculables se vuelven sus deseos de
pensarse por siempre distinto en otros planos.” Ese lugar tendría asomo en un
paraíso, efectivamente, el paraíso descrito por Borges, la biblioteca de lo
eterno, porque lo único eterno en el hombre son sus creaciones, su
conocimiento.
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