Parto de un hecho tan lógico como
el saber que para morir debe en inicio implicar la existencia. En tanto y
especificando, entenderemos que desde que nacemos estamos ya muriendo, cada
segundo, minuto, hora, día, mes, años de vida es el acumulado de una muerte
venidera. Esto se apega estrictamente a lo biológico, más si pretendemos verlo
con una exactitud más profunda, notaremos entonces que hay otros sentidos en esa
lucubración. Abordemos esto en el sentido de las pulsiones; la condición
psíquica alberga dos intenciones que rigen nuestras acciones más elementales y
complejas, es decir, aquellas que nos empujan a hacer las cosas, que nos
motivan a continuar, desde el acto elemental de respirar hasta el simple hecho
de movernos de una dirección a otra (aunque ésta es la premisa del cambio),
llamémosle entonces pulsión de vida, esa que irremediablemente nos empuja a
continuar aún ante nuestra resistencia ¿Y el por qué?, porque la pulsión de
muerte nos habita, es el recordatorio no innecesario de socavar nuestra
eventualidad, es el miedo primigenio de cualquier ser viviente; tratamos de
atrasar su llegada, pero a la par es causa unánime de nuestra existencia.
“Matamos” en consecuencia de
obtener un placer, es imperativo, dado que el agrado de erradicar demanda en
inicio “asesinar” cosas en nosotros mismos. Sabotearnos sería el sinónimo de
ese tipo de muerte, el que reconocemos en la pulsión del desfallecimiento.
Pregúntese cuál es la indulgencia de destruir lo que más aprecia, inicie
preguntándose de dónde podría originarse
ese sentimiento que, en algunas ocasiones llega a verbalizarse y en donde se
dice: “Quisiera estar muerto”. Encontramos ahí ínfimamente un deseo, el deseo
de desprenderse de la vida, de sus exigencias y sus pruebas interminables,
despojarse de la vida como el goce de no tener que preocuparse más, y si lo
notan, la vida le apreciamos incisivamente como una preocupación permanente; en
consecuencia a la muerte le despejamos de dicha carga, consideramos de ésta
otro sinónimo, adjetivación discutible: “Descanso eterno”.
La muerte en tanto no debe ser
atomizada al sentido estricto de lo biológico, la muerte es la claudicación de
un hecho, el finiquito de una pluralidad de razones que, pudiesen ya no ser
funcionales para nuestra existencia. Y esa particularidad fue entendida por
nuestros antepasados –como otras tantas veces- , podemos verlo en la reverencia
a la muerte como entidad divina: Hades (Grecia), Mictlantecuhtli (México),
Anubis (Egipto), Kalika (India), Thanatos (greco-romano), el Shinigami (Japón),
entre otros. ¿Qué es lo que propicia al hombre a rendir culto a la muerte? Mi
suposición es que en la creación de estas figuras aminoramos nuestra angustia, nuestra
ansiedad de vivir, debemos entonces llegar a un “acuerdo” con dichas entidades,
entender de éstas y sus mundos la posibilidad de continuar en otro plano, y
dato curioso, en el que conviviríamos con otros de igual forma ausentes de
vida, propiciar ahí relaciones del orden social, la obstinación de considerar
que el morir implica pasar a un plano en donde las reglas de la vida se
introducen de la misma forma, incorpórea quizá pero inscritas en la convivencia
dictada por el mundo de los vivos. Definitivamente encontramos en la muerte un
plano que no sólo adolece el desprendimiento de lo más “sagrado” (el cuerpo, la
carne misma), sino que en ella se auspicia un sentido redentor, una
purificación que se aleja de esa carne putrefacta y corrompida, convertirse en
el polvo, en la tierra de que la que andamos y en la que volveremos para
renacer en otra implicación que no precisamente debe dictarse como vida.
Como referiría Carl Gustav Jung,
evadir la muerte es evadir la vida; los hechos psicológicos serían los que
trascienden la muerte, el inconsciente mismo es muy incurrente en ello. Piensen
ahora en un sueño en donde les disparan directo al corazón, a un órgano vital y
en el que súbitamente se va desvaneciendo, la propia lógica de su pensamiento
aun cobijada en el sueño les hace pensar que están muriendo, se están yendo.
Ahora despiertan, una gran angustia les aplasta, reflexionan al respecto y
entre el valor de estar vivo olvidan que en dicho (s) sueño (s) en realidad no
llegaron a experimentar la muerte en totalidad, tan sólo una minúscula parte de
ello. O aquel pensamiento en donde nos imaginamos en nuestro funeral, y en
donde propiamente no nos causa mayor asombro el sabernos no vivos, sino nuestra
atención (creada) se finca en el número de personas que asistirían. Imaginen,
damos el valor de toda nuestra existencia en la existencia y asistencia del
otro, desmejoría del mal vivir, irrespeto a la muerte.
Si llegásemos a saber exactamente
el día en que moriremos nuestros objetivos quedarían desamparados, en simplificación,
morir antes de que llegue la hora. Sin dar cuenta que cada segundo, minuto,
hora, día, mes, años estamos muriendo;
que de antemano no debemos perder la oportunidad de realizar lo
realizable. Dejar morir aquello que estorba, dejar de cargar el cadáver que
obstruye los propósitos. Y comprendamos que cuando llegue el día de partir
definitivamente será una celebración tan cercana como el volver a nacer, la
incursión a un mundo extraño y en tanto presto al descubrimiento.
“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”
Jorge Luis Borges
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