jueves, 7 de noviembre de 2013

EL PARTO MORTIS


             Parto de un hecho tan lógico como el saber que para morir debe en inicio implicar la existencia. En tanto y especificando, entenderemos que desde que nacemos estamos ya muriendo, cada segundo, minuto, hora, día, mes, años de vida es el acumulado de una muerte venidera. Esto se apega estrictamente a lo biológico, más si pretendemos verlo con una exactitud más profunda, notaremos entonces que hay otros sentidos en esa lucubración. Abordemos esto en el sentido de las pulsiones; la condición psíquica alberga dos intenciones que rigen nuestras acciones más elementales y complejas, es decir, aquellas que nos empujan a hacer las cosas, que nos motivan a continuar, desde el acto elemental de respirar hasta el simple hecho de movernos de una dirección a otra (aunque ésta es la premisa del cambio), llamémosle entonces pulsión de vida, esa que irremediablemente nos empuja a continuar aún ante nuestra resistencia ¿Y el por qué?, porque la pulsión de muerte nos habita, es el recordatorio no innecesario de socavar nuestra eventualidad, es el miedo primigenio de cualquier ser viviente; tratamos de atrasar su llegada, pero a la par es causa unánime de nuestra existencia.

“Matamos” en consecuencia de obtener un placer, es imperativo, dado que el agrado de erradicar demanda en inicio “asesinar” cosas en nosotros mismos. Sabotearnos sería el sinónimo de ese tipo de muerte, el que reconocemos en la pulsión del desfallecimiento. Pregúntese cuál es la indulgencia de destruir lo que más aprecia, inicie preguntándose  de dónde podría originarse ese sentimiento que, en algunas ocasiones llega a verbalizarse y en donde se dice: “Quisiera estar muerto”. Encontramos ahí ínfimamente un deseo, el deseo de desprenderse de la vida, de sus exigencias y sus pruebas interminables, despojarse de la vida como el goce de no tener que preocuparse más, y si lo notan, la vida le apreciamos incisivamente como una preocupación permanente; en consecuencia a la muerte le despejamos de dicha carga, consideramos de ésta otro sinónimo, adjetivación discutible: “Descanso eterno”.

La muerte en tanto no debe ser atomizada al sentido estricto de lo biológico, la muerte es la claudicación de un hecho, el finiquito de una pluralidad de razones que, pudiesen ya no ser funcionales para nuestra existencia. Y esa particularidad fue entendida por nuestros antepasados –como otras tantas veces- , podemos verlo en la reverencia a la muerte como entidad divina: Hades (Grecia), Mictlantecuhtli (México), Anubis (Egipto), Kalika (India), Thanatos (greco-romano), el Shinigami (Japón), entre otros. ¿Qué es lo que propicia al hombre a rendir culto a la muerte? Mi suposición es que en la creación de estas figuras aminoramos nuestra angustia, nuestra ansiedad de vivir, debemos entonces llegar a un “acuerdo” con dichas entidades, entender de éstas y sus mundos la posibilidad de continuar en otro plano, y dato curioso, en el que conviviríamos con otros de igual forma ausentes de vida, propiciar ahí relaciones del orden social, la obstinación de considerar que el morir implica pasar a un plano en donde las reglas de la vida se introducen de la misma forma, incorpórea quizá pero inscritas en la convivencia dictada por el mundo de los vivos. Definitivamente encontramos en la muerte un plano que no sólo adolece el desprendimiento de lo más “sagrado” (el cuerpo, la carne misma), sino que en ella se auspicia un sentido redentor, una purificación que se aleja de esa carne putrefacta y corrompida, convertirse en el polvo, en la tierra de que la que andamos y en la que volveremos para renacer en otra implicación que no precisamente debe dictarse como vida.

Como referiría Carl Gustav Jung, evadir la muerte es evadir la vida; los hechos psicológicos serían los que trascienden la muerte, el inconsciente mismo es muy incurrente en ello. Piensen ahora en un sueño en donde les disparan directo al corazón, a un órgano vital y en el que súbitamente se va desvaneciendo, la propia lógica de su pensamiento aun cobijada en el sueño les hace pensar que están muriendo, se están yendo. Ahora despiertan, una gran angustia les aplasta, reflexionan al respecto y entre el valor de estar vivo olvidan que en dicho (s) sueño (s) en realidad no llegaron a experimentar la muerte en totalidad, tan sólo una minúscula parte de ello. O aquel pensamiento en donde nos imaginamos en nuestro funeral, y en donde propiamente no nos causa mayor asombro el sabernos no vivos, sino nuestra atención (creada) se finca en el número de personas que asistirían. Imaginen, damos el valor de toda nuestra existencia en la existencia y asistencia del otro, desmejoría del mal vivir, irrespeto a la muerte.

Si llegásemos a saber exactamente el día en que moriremos nuestros objetivos quedarían desamparados, en simplificación, morir antes de que llegue la hora. Sin dar cuenta que cada segundo, minuto, hora, día, mes, años estamos muriendo;  que de antemano no debemos perder la oportunidad de realizar lo realizable. Dejar morir aquello que estorba, dejar de cargar el cadáver que obstruye los propósitos. Y comprendamos que cuando llegue el día de partir definitivamente será una celebración tan cercana como el volver a nacer, la incursión a un mundo extraño y en tanto presto al descubrimiento.

“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”
Jorge Luis Borges



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