El día de muertos es una
tradición mexicana milenaria, que se viene celebrando los primeros dos días de
noviembre desde antes de la conquista española, teniendo durante ese periodo
una fusión entre lo cristiano y las raíces prehispánicas de este festejo. Ésta
se caracteriza por la elaboración de hermosos altares en los hogares mexicanos
en los que se ofrenda comida y bebida a los difuntos; decorados con
figuras de papel alegóricas a la muerte
como calaveras, esqueletos, etc., en vivos y alegres tonos, a su vez, se hacen
las llamativas calaveras de azúcar o chocolate, así como el denominado “pan de
muerto”, el cual se suele acompañar de una taza de chocolate caliente.
Lastimosamente esta tradición ha
cedido su paso, sobre todo en las grandes ciudades a costumbres ajenas a este
pintoresco país, como las mentadas fiestas de disfraces o también conocidas
como las fiestas de Halloween, en la que niños, jóvenes y adultos se disfrazan
de terroríficas figuras de la cultura popular como hombres lobo, vampiros, momias,
etc., o tomadas de famosos personajes del cine de terror como Jason Voorhees,
Freddy Krueger o Michael Myers; todo con la intención de salir a pedir dulces o
ganar algún certamen de miedo, en el que el disfraz más elaborado gana una
botella de rompope.
Afortunadamente el cine a
diferencia muchas veces de la televisión que promueve más las fiestas gabachas
a la tradición, nos hace recordar las
raíces que muchas veces renegamos y que forman parte de un pasado exquisito y
rico en todos los aspectos: colores, sabores, olores, en una fiesta a una de
las entidades metafísicas más temidas del planeta como lo es la muerte, y esta
película viene a ser el encuentro mexicano entre un indígena mortal y la temida
huesuda (vale la pena mencionar que ésta ya había tenido una participación en
1957 en la prodigiosa película de Ingmar Bergman, “El séptimo sello”).
La cinta, protagonizada por un
excelente Ignacio López Tarso, comienza con una breve reseña escrita de cómo se
vive la fiesta de “Todos santos” y “Día de muertos” en México, para dar pie a
la historia principal que transcurre, como ya se adivinará, durante esas
fechas, en las que conocemos a Macario y su numerosa familia, la cual a duras
penas puede mantener a base de frijoles y tortillas. Esta miserable condición
se ve agravada el día de muertos, cuando Macario acude a vender la leña que
corta en el bosque que habita a un panadero del pueblo, el cual está preparando
en ese momento varios guajolotes para el adinerado del pueblo, Don Ramiro,
quien ha montado un altar gigantesco en su casa y se dispone a dar una fiesta
para que todos sus conocidos degusten los exquisitos menjurjes tradicionales y
los guajolotes recién horneados.
El ave, su textura y olor incitan
a Macario, quien después de haber visto semejante manjar toma la decisión de no
volver a probar bocado alguno sino es un guajolote al horno, confesión que le
hace a su mujer, quien se encarga de lavar ropa para el cacique del pueblo,
ella, para cumplir los deseos de su esposo, hurta un guajolote de la hacienda de
su patrona, sin importar las consecuencias huye con el animal a cocinarlo
cuanto antes y darle su premio a Macario, el cual, desbordado de la alegría se
va del hogar para devorarlo a solas, donde nadie lo moleste. En su trayecto
Macario se topa con el Diablo vestido con un traje de charro color negro de
corte elegante, decorado con monedas e hilos de oro, el cual intenta seducir a
Macario en base a ofertas de dinero y poder, sin embargo, el indio es fiel a
sus valores, y a su apetito, y decide marcharse con su comida sólo.
Su siguiente encuentro es nada
más y nada menos que con Dios, el cual va ataviado de prendas claras y con un
bastón, así como una imagen mas benevolente, éste insta a Macario a compartir
su alimento a lo que Macario se niega, no sin antes pedir disculpas al gran
señor. El último encuentro de Macario es el que determinará el futuro del film,
y este lo tiene con la mismísima Muerte, personificada por Enrique Lucero y
caracterizada como un indio flaco y ojeroso, con un aspecto bastante intrigante
y fantasmal; una mexicanización de tres personajes que juegan un papel
fundamental en la vida del mexicano desde tiempos de la colonia.
En su encuentro con tan temida
personalidad, Macario acepta compartir el guajolote con él, y éste, en
gratitud, le obsequia un liquido parecido al agua pero que tiene la gran
diferencia de curar cualquier tipo de enfermedad, incluso aquellas mortales,
bajo una simple condición: que cuando Macario se encuentre al lado de la cama
del convaleciente terminal, vea en que extremo de la cama esta situada la
muerte, si está a los pies del enfermo podrá curarlo dándole una sola gota del
brebaje, si por el contrario está en la cabecera, ya nada podrá hacer ya que
esa persona tiene su ticket asegurado para el más allá. A partir de este
momento Macario se convierte en el curandero mayor del pueblo, el doctor del
mismo ha perdido su trabajo en razón de la fama y las hazañas del gran curador,
esto acarrea una serie de beneficios para él, el dinero ya no es problema, el
hambre se acabó, incluso su guardarropa también se modificó, las prendas de
indio quedaron atrás, un hombre con poderes sobrenaturales no se puede andar
paseando en semejantes fachas, y para que el negocio vaya mejor se asocia con
Don Ramiro, quien le ofrece un local para que pueda servir a la comunidad,
tanto del mismo pueblo como personas que llegan por oídas.
Pero como dicen, todo por servir
se acaba, y al situarse la película en la época del virreinato español, no
podía faltar el azote de brujos, curanderos y adivinos como lo fue en su
momento la Santa Inquisición, la cual llega al pequeño pueblo a “entrevistarse”
con Macario y someterlo a juicio eclesiástico, teniendo como castigos una de
dos, o le cortan la lengua por hablador o muere decapitado por un verdugo, no sin
antes visitar las antiguas formas de tortura inquisitorial.
Macario es una película que
retrata muy bien a México, el cual divide de forma maravillosa, tal vez no
completa pero si funcional, teniendo al indígena segregado de la comunidad,
dedicado al campo y a la servidumbre, al cacique del pueblo lleno de lujos y
dinero, y al poder que la iglesia tenía, y tiene, en este país, al grado de
contar con una célula de la Inquisición para calmar las temperamentales aguas
de las tradiciones prehispánicas durante la colonia; la fotografía corre a
cargo del gran maestro mexicano del blanco y negro, Gabriel Figueroa, quien
logra crear la atmosfera idónea para cada situación de la película, desde la
poca iluminación de la miserable choza en la que habita Macario, hasta las
penumbras que surgen como sombras malignas en la cueva de la Muerte, con el
acierto especial de Roberto Gavaldón de poner en ese escenario una serie de
velas, las cuales, según la misma Muerte, son las vidas de todos los hombres
que habitan la tierra.
Esta es de esas películas que
deben ser vistas para poder entender cómo era, y cómo es, el mexicano, que no
teme la muerte pero si a las consecuencias, que busca sobresalir de cualquier
forma dada la terrible desigualdad, que no importa la restricción sino el
status, Roberto Gavaldón nos entrega una cinta atemporal. Es cierto, la
inquisición ya terminó, afortunadamente, pero los llamados poderes fácticos,
entre los que se encuentra la iglesia, siguen jugando un papel determinante, al
grado de que parece que no hemos cambiado, e intentamos por todos los medios
sobresalir, aún cuando sea pasando por encima de los demás, aún cuando la
propia vida este en riesgo, todo para vivir bien y tener lo que los ricos y
poderosos tienen, porque más vale un trato con la muerte, que tratar de vivir
en la muerte.
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