El desorden y el dolor que podemos llegar a expresar son necesarios,
ya que colocan en entredicho las aristas del pensamiento. Los recuerdos, miedos
y pasiones ocultas que llevamos en los bolsillos por las esquinas de la vida,
son la sombra de la muerte que nos cobija y camina a nuestro lado directo al
abismo. Todos tenemos un destino trágico que nos habita en silencio, el tiempo
hará su parte, mientras hurgamos allí y allá buscando algún sentido a nuestros
latidos. La muerte es el anuncio constante de que vivimos sólo porque algún día
moriremos. Sin embargo, a sabiendas de
la brevedad de la vida, quedan impresos en la literatura y nuestra memoria
personajes ecuménicos que enfrentan destinos trágicos y encomiables.
Thomas Mann nos regala en “La muerte en Venecia” pese a su brevedad,
una historia abotargada de complejidad y profundidad exquisita; vasta en
construcciones simbólicas y ecos del más allá. Durante el recorrido de sus
páginas Von Aschenbach –escritor de renombre-
va desmembrando el arrebato de que es presa en sus días de descanso en la
ciudad de las góndolas, producto de la juvenil figura de un infante Polaco. El
protagonista se ve envuelto en una lucha constante entre la pasión que genera
el joven Tadrio, contra la razón y disciplina moral que el escritor ha llevado
sobre sus hombros a lo largo de su vida, “el deseo se engendra por el
conocimiento defectuoso”. El relato se percibe como un diario de muerte que es
vida y renuncia, donde las pasiones desbordadas cohabitan en el protagonista
dinamitando las murallas moralinas y de estoicismo con las que ha forjado su trabajo para llegar a ser una
figura reconocida en el medio literario.
Un panorama oscuro y violento dentro de una Venecia pestilente y
melancólica, que tiene que ver tanto con el alma de Aschenbach como con la
experiencia común de la raza humana. La prohibición de los deseos y las
pasiones humanas carburados en la imaginación de los individuos no deben poner
en peligro al rebaño, pues es la idea misma de civilización. Plagada de simbolismos;
la obra se presta a diferentes interpretaciones que varían en función del
lector y de los tiempos que corren. Más allá de tomarlo como una manifestación
con tendencias homosexuales –que dejo de lado-, no deja de atraparme el
entramado con el que Mann aborda temas complejísimos de la naturaleza humana:
belleza-decadencia, pasión-abnegación, juventud-vejez, el viaje-sedentarismo,
siempre contradictorios, y en espera de aparecer en la otredad que nos habita.
Su lectura invita a la conversación íntima, donde la muerte abandona
las páginas y se instala a nuestro lado acompañando nuestro tránsito permanente
por el mundo de forma amable e inteligente. Además de ser un relato magnífico
acerca de la muerte, la pasión, la belleza y decadencia, el libro es por mucho
una alegoría filosófica cuando Aschenbach se ve transformado en Sócrates e
inicia una disertación con Fedro sobre la belleza y el amor. Al recorrer sus
páginas me queda claro que las tragedias llegarán como único destino verdadero.
Mann nos sumerge en un mundo que se derrumba ante nuestros ojos en la vastedad
del horizonte, resultado de esa presencia que nos toma por sorpresa cuando más
fuertes nos sentimos, la vida misma.
“Las masas burguesas se regocijan con las figuras acabadas, sin
vacilaciones espirituales; pero la juventud apasionada e iconoclasta se siente
atraída por lo problemático”
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